Cuando dos señales atraviesan la misma noche
Hay encuentros que no se anuncian: simplemente irrumpen, abren una grieta y dejan que la materia sonora se filtre como pueda. La colaboración con Gabriel Pereira Spurr nació en una de esas grietas, donde el azar parece una excusa y la causalidad, un mal chiste.

La guitarra de Gabriel no se comporta como un instrumento cuerdo. Respira como un sintetizador extraviado, como un organismo que se expande y se repliega con una lógica que nadie ha terminado de descifrar. Sus notas aparecen y desaparecen como pulsos de un motor que sospecha de sí mismo, como si estuviera enviando señales en una frecuencia demasiado humana para la máquina y demasiado mecánica para el oído.
Los saxos de Cesc —alto y tenor— entran en ese territorio no para dialogar, sino para provocar pequeñas perturbaciones: fisuras, paradojas, turbulencias que se forman y se disuelven antes de que podamos nombrarlas. Sopla y no sabe bien qué criatura va a responder. A veces es un espectro armónico; a veces, un accidente; a veces, la sombra de un ruido que aún no existe.
El resultado, llamarlo “jazz”, es casi un gesto de ironía. Esto es más bien un registro de luces intermitentes: fragmentos de una topografía sonora que se rehúsa a estabilizarse. Cada pieza parece un mensaje interceptado, una transmisión que llega incompleta, desfigurada por quién sabe qué interferencias. Y, sin embargo, ahí está: viva, incómoda, reclamando su espacio en el aire.
Escuchar este disco quizá no sea una experiencia agradable —tampoco parece que lo busquen—, pero sí es una invitación a dejarse arrastrar por lo incierto. A seguir la vibración aunque no prometa claridad. A habitar ese punto donde las formas se deshacen y algo nuevo, indefinible, insiste en aparecer.
Si decides entrar, hazlo sin expectativas.
Las señales no siempre revelan su origen.
A veces solo piden un oído dispuesto a perderse un poco.




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